Por Noé Cárdenas
La Plaza se nubló cuando el rejoneador espoleó al caballo. El cielo hubiera podido concentrase en una sola gota gigantesca. El toro creció de furia tras el primer, y único, rejón clavado en su lomo. Unos segundos después, el toro embistió como electrizado al caballo y su jinete inusitadamente voladores. El peso del centauro recayó en el cuello más frágil del conjunto. El toro saltaba y embestía al aire aún más furioso por la ausencia de contrincante, el cual yacía descoyuntado en gesto atroz –carcajada de muerte– sobre la arena a los ojos desorbitados del caballo en fuga por el terror: bestia del Guernica.
En la fatal voltereta hasta el toro giró violentamente atorado a la brida del caballo agitándose al reincorporarse como salmón gigantesco contrarrestando el ímpetu de los rápidos. Frenaron los hombres de luces y capotes solferinos y algunos civiles a cercarlo esperanzados, o ya fúnebres los más asiduos al ruedo. Todas las manos encuadraban los rostros y luego, rauda, la penosa carrera de cabezas saltarinas tras la barrera. En andas dificultosas por la quebradura múltiple salió de los tercios para siempre el rejoneador que no pudo completar las suertes que había prometido.
Sin desearlo, pero no pudiendo suceder de otro modo, una cámara de televisión suplantó los ojos del toro. Éste, en primer plano había cruzado, desenfocado, dos veces frente a la lente, el viento haciendo ondear el único rejón conquistado en la tonificada espina. La tercera vez, la cámara avanzó por entre los pitones concentrados en el corrillo de la muerte. No sabremos si los goterones vaticinadores de tormenta fueron efecto humano o un recuerdo pagano de los ancestros minoicos.
La Plaza se nubló cuando el rejoneador espoleó al caballo. El cielo hubiera podido concentrase en una sola gota gigantesca. El toro creció de furia tras el primer, y único, rejón clavado en su lomo. Unos segundos después, el toro embistió como electrizado al caballo y su jinete inusitadamente voladores. El peso del centauro recayó en el cuello más frágil del conjunto. El toro saltaba y embestía al aire aún más furioso por la ausencia de contrincante, el cual yacía descoyuntado en gesto atroz –carcajada de muerte– sobre la arena a los ojos desorbitados del caballo en fuga por el terror: bestia del Guernica.
En la fatal voltereta hasta el toro giró violentamente atorado a la brida del caballo agitándose al reincorporarse como salmón gigantesco contrarrestando el ímpetu de los rápidos. Frenaron los hombres de luces y capotes solferinos y algunos civiles a cercarlo esperanzados, o ya fúnebres los más asiduos al ruedo. Todas las manos encuadraban los rostros y luego, rauda, la penosa carrera de cabezas saltarinas tras la barrera. En andas dificultosas por la quebradura múltiple salió de los tercios para siempre el rejoneador que no pudo completar las suertes que había prometido.
Sin desearlo, pero no pudiendo suceder de otro modo, una cámara de televisión suplantó los ojos del toro. Éste, en primer plano había cruzado, desenfocado, dos veces frente a la lente, el viento haciendo ondear el único rejón conquistado en la tonificada espina. La tercera vez, la cámara avanzó por entre los pitones concentrados en el corrillo de la muerte. No sabremos si los goterones vaticinadores de tormenta fueron efecto humano o un recuerdo pagano de los ancestros minoicos.
Este relato plasmo en mi mente los cuadros que Raul Anguiano pintaba influido por Picasso, sobre picadores y toreros a caballo derribados por los toros. Al parecer él siempre le iba al toro.
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