Por Jorge F. Hernández
Citó de lejos, sin dejar que lo tocara un solo peón de brega. Seis verónicas, abriendo el compás, cargando la suerte y adelantando la pierna contraria como quien camina en un parque sirvieron de introducción a la íntima satisfacción de lo que llaman “hacerse del toro”. Erguido en el centro del ruedo, más allá de los tercios ya superados, el torero cita envuelto en el ensueño con la atrevida intención de cuajar un quite por gaoneras aun antes de que el toro reciba el primer puyazo. Desafía la embestida sin considerar que el peso del novillo corresponde –en la realidad—al de un toro de cinco años, alimentado con grano sobre kilómetros de músculo que ejercita todos los días y todas las tardes en una ganadería lejana.
Aclamado por la multitud anónima, por esos miles de rostros que no tienen nombre ni más filiación que la admiración que le profesan a gritos, el novillero intercala otros tres quites entre el tercer y cuarto puyazo que hacen aún más inexplicable la utopía de esta lidia que ya es histórica e increíble. Se retira entonces hacia las tablas, para enjugar los sudores del primer tercio, lanzando órdenes a los banderilleros como si fuera una figura del toreo y no un novillero con aspiraciones de gloria. Él mismo decide, en un arranque de locura y engreimiento, tomar las banderillas y definir el curso del segundo tercio: con una agilidad que no corresponde a la hora del día ni a las condiciones del clima, el novillero logra resumir en tres pares perfectos (al cuarteo, al sesgo y al quiebro) el nuevo orden del universo, y hasta parece escucharse la voz de un aficionado enloquecido que exige avisar a la NASA el nuevo curso que han tomado los planetas por obra y gracia de ese milagro que acaba de materializarse sobre la arena.
El muchacho toma la muleta y se encamina, sin brindis ni poses, a iniciar el decálogo de lo que será su pasaporte a la gloria: tres pases estatuarios que provocan algo parecido a una taquicardia, seis doblones rodilla en tierra y un muletazo de la firma que queda fotografiado en la memoria del propio novillero. Inicia entonces un recital de naturales con la consciente intención de honrar la memoria de Juan Belmonte, Lorenzo Garza y el recuerdo al óleo de Fermín Espinosa Armillita -sin importar que solamente los haya visto torear en película, fotografía o sobremesas. El niño deja de serlo a la segunda tanda de naturales, como si con sólo torear por el lado izquierdo lograse acelerar el curso de su biografía y convertirse en hombre, en figura incuestionable del toreo, para siempre y a partir del instante en que logra dibujar la mejor versión jamás vista de eso que llaman un forzado de pecho.
No hay párrafos que alcancen para explicar el milagro de esta faena perfecta. Una epifanía que combina la elasticidad gimnástica de cada uno de los músculos, nervios y emociones del novillero con la utópica embestida de un novillo de un peso y trapío que hacía años no se veía en ningún ruedo mexicano. Una puesta en escena de una obra plástica y perfecta: las astas intactas del novillo trazando surcos sobre la arena a los pies de un novillero que más que ejecutar una danza esquiva e improvisada, realiza una auténtica coreografía del arte, al ritmo de esa música callada que escuchaba antaño un poeta y medida por el cronómetro invisible de su propio corazón. Un milagro taurino que en el transcurso de su duración arbitraria –eterna en la mente de los aficionados de verdad y fugaz en los minutos que mide el Juez desde arriba—logra cambiar por completo la fisonomía putrefacta de la tauromaquia mexicana; milagro que se mide en cada embestida fantástica de un toro bravo, imponente al tiempo que noble, que no abrió el hocico en ningún momento de la lidia soñada; milagro que se mide en los gritos sordos e inaudibles que bajan desde los tendidos del ensueño hasta los oídos de ese novillero que ya no escucha nada porque ya no cree en nadie.
Para goce de los estadísticos queda la cifra de treinta y nueve muletazos perfectos, en los que el novillero se jugó auténticamente la vida sin dejar que las astas rozaran su muleta inmaculada. Para deleite de los villamelones, se escucharon músicas que hacía tiempo no se dejaban oír en plazas de prestigio. Para solaz de los verdaderos aficionados consta para siempre que se trató de una faena rematada con un volapié ejecutado a la perfección, entregado el pecho a la cuna de las astas, empuñada la espada hasta tocar el pelo ensangrentado de ese novillo que, en un suspiro y apenas salido de la suerte, cae patas pa’arriba en la contundencia inapelable de lo que llaman la muerte sin puntilla.
El novillero sabe perfectamente lo que ha logrado. Voltea la mirada hacia las alturas, y contra toda lógica, no ve que los tendidos de la Monumental Plaza de Toros México estén vacíos, salpicados con algunos aficionados despistados, distraídos y divagados. Al contrario, mira a las alturas y observa las gradas pobladas hasta el reloj, o hasta la bandera si estuviera en Madrid o en Sevilla. La plaza llena, hasta la altura de las últimas ramas de los árboles de este Bosque de Chapultepec, cuyas hojas forman una multitud que se sacude con la brisa gélida de un amanecer cualquiera como si fueran pañuelos pidiendo los máximos trofeos para un novillero anónimo que en su cotidiano toreo de salón ha ensayado el ilusorio encanto de torear como debe de ser: soñando.
Citó de lejos, sin dejar que lo tocara un solo peón de brega. Seis verónicas, abriendo el compás, cargando la suerte y adelantando la pierna contraria como quien camina en un parque sirvieron de introducción a la íntima satisfacción de lo que llaman “hacerse del toro”. Erguido en el centro del ruedo, más allá de los tercios ya superados, el torero cita envuelto en el ensueño con la atrevida intención de cuajar un quite por gaoneras aun antes de que el toro reciba el primer puyazo. Desafía la embestida sin considerar que el peso del novillo corresponde –en la realidad—al de un toro de cinco años, alimentado con grano sobre kilómetros de músculo que ejercita todos los días y todas las tardes en una ganadería lejana.
Aclamado por la multitud anónima, por esos miles de rostros que no tienen nombre ni más filiación que la admiración que le profesan a gritos, el novillero intercala otros tres quites entre el tercer y cuarto puyazo que hacen aún más inexplicable la utopía de esta lidia que ya es histórica e increíble. Se retira entonces hacia las tablas, para enjugar los sudores del primer tercio, lanzando órdenes a los banderilleros como si fuera una figura del toreo y no un novillero con aspiraciones de gloria. Él mismo decide, en un arranque de locura y engreimiento, tomar las banderillas y definir el curso del segundo tercio: con una agilidad que no corresponde a la hora del día ni a las condiciones del clima, el novillero logra resumir en tres pares perfectos (al cuarteo, al sesgo y al quiebro) el nuevo orden del universo, y hasta parece escucharse la voz de un aficionado enloquecido que exige avisar a la NASA el nuevo curso que han tomado los planetas por obra y gracia de ese milagro que acaba de materializarse sobre la arena.
El muchacho toma la muleta y se encamina, sin brindis ni poses, a iniciar el decálogo de lo que será su pasaporte a la gloria: tres pases estatuarios que provocan algo parecido a una taquicardia, seis doblones rodilla en tierra y un muletazo de la firma que queda fotografiado en la memoria del propio novillero. Inicia entonces un recital de naturales con la consciente intención de honrar la memoria de Juan Belmonte, Lorenzo Garza y el recuerdo al óleo de Fermín Espinosa Armillita -sin importar que solamente los haya visto torear en película, fotografía o sobremesas. El niño deja de serlo a la segunda tanda de naturales, como si con sólo torear por el lado izquierdo lograse acelerar el curso de su biografía y convertirse en hombre, en figura incuestionable del toreo, para siempre y a partir del instante en que logra dibujar la mejor versión jamás vista de eso que llaman un forzado de pecho.
No hay párrafos que alcancen para explicar el milagro de esta faena perfecta. Una epifanía que combina la elasticidad gimnástica de cada uno de los músculos, nervios y emociones del novillero con la utópica embestida de un novillo de un peso y trapío que hacía años no se veía en ningún ruedo mexicano. Una puesta en escena de una obra plástica y perfecta: las astas intactas del novillo trazando surcos sobre la arena a los pies de un novillero que más que ejecutar una danza esquiva e improvisada, realiza una auténtica coreografía del arte, al ritmo de esa música callada que escuchaba antaño un poeta y medida por el cronómetro invisible de su propio corazón. Un milagro taurino que en el transcurso de su duración arbitraria –eterna en la mente de los aficionados de verdad y fugaz en los minutos que mide el Juez desde arriba—logra cambiar por completo la fisonomía putrefacta de la tauromaquia mexicana; milagro que se mide en cada embestida fantástica de un toro bravo, imponente al tiempo que noble, que no abrió el hocico en ningún momento de la lidia soñada; milagro que se mide en los gritos sordos e inaudibles que bajan desde los tendidos del ensueño hasta los oídos de ese novillero que ya no escucha nada porque ya no cree en nadie.
Para goce de los estadísticos queda la cifra de treinta y nueve muletazos perfectos, en los que el novillero se jugó auténticamente la vida sin dejar que las astas rozaran su muleta inmaculada. Para deleite de los villamelones, se escucharon músicas que hacía tiempo no se dejaban oír en plazas de prestigio. Para solaz de los verdaderos aficionados consta para siempre que se trató de una faena rematada con un volapié ejecutado a la perfección, entregado el pecho a la cuna de las astas, empuñada la espada hasta tocar el pelo ensangrentado de ese novillo que, en un suspiro y apenas salido de la suerte, cae patas pa’arriba en la contundencia inapelable de lo que llaman la muerte sin puntilla.
El novillero sabe perfectamente lo que ha logrado. Voltea la mirada hacia las alturas, y contra toda lógica, no ve que los tendidos de la Monumental Plaza de Toros México estén vacíos, salpicados con algunos aficionados despistados, distraídos y divagados. Al contrario, mira a las alturas y observa las gradas pobladas hasta el reloj, o hasta la bandera si estuviera en Madrid o en Sevilla. La plaza llena, hasta la altura de las últimas ramas de los árboles de este Bosque de Chapultepec, cuyas hojas forman una multitud que se sacude con la brisa gélida de un amanecer cualquiera como si fueran pañuelos pidiendo los máximos trofeos para un novillero anónimo que en su cotidiano toreo de salón ha ensayado el ilusorio encanto de torear como debe de ser: soñando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario