miércoles, 21 de marzo de 2012

Parpadeo


 Marcos Daniel Aguilar

En la cima de una montaña y con el sol y el águila rodeándolos con gusto y costumbre paternal, las lecciones continuaron por muchos años. Una tarde Órnik, al acabar  las labores diarias, sintió presión en los músculos, un ardor en los ojos por el polvo y respiró la tierra seca y quemada de su hogar. Al rodarle la última gota de sudor por la frente, su maestro la hizo estallar en la palma de su mano y le dijo: "nunca olvides que somos muertos que conversan con muertos, ya no estamos aquí".

 En la noche, Órnik tenía en la mente la cara cenicienta y arrugada del maestro y su voz difuminada por el viento con sus palabras que no pudo comprender, pero durmió y tuvo un sueño; en él, sus pies se hundieron en la arena del mar, lloraba al ver la sangre provocada por la espina de aquella rosa que jamás contuvo, y también la soledad se regocijó en su sueño cuando caminó orando rumbo a la montaña. Después, en el mismo sueño, voló hacia la estrella más próxima, la más grande y brillante de la bóveda y regresó.

Al amanecer, la respiración no llegaba a su cuerpo y las sombras comenzaron a invadir sus ojos; entonces, una mano tocó sus dedos ya arrugados por la vejez y en su último aliento Órnik pudo gemir algo sobre las conversaciones entre los muertos. Esa noche, el aún joven alumno de Órnik no podía dormir, su anciano maestro ya no estaba ahí, pero el sueño, como ocurre tarde o temprano, lo venció. 

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