por Héctor Iván González
(México)
(México)
Desde el detalle más superficial, el más evidente, hasta el más minucioso, la literatura argentina o literatura argenta, tiene una conexión entre sí. Uno puede ver que hay una serie de recurrencias perceptibles que forman un carácter en común. Se me ocurre pensar, incluso, en sus sellos editoriales: Adriana Hidalgo, Cuenco de plata, Ediciones de la Flor, Losada o Eterna Cadencia, donde veo en ellos un aire de familia. Se puede percibir la trascendencia o rasgos de identidad de obras fundamentales como Los siete locos (1929), de Roberto Arlt, o Caterva (1937), de Juan Filloy. Para empezar, porque Arlt es uno de los padres fundadores de una literatura de bajo fondo, de fieras o marginetas cuyos sueños de grandeza son infinitos e ilógicos. Si recordamos a Arlt: Erdosain, Ergueta, Haffner, Barsut, etcétera, son personajes postergados, “oportunistas a los que no se les ha dado la oportunidad”; seres que viven la vida en una eterna sobrevivencia. Desde luego, la historia de Erdosain se continúa en Los lanzallamas –obra que además se acompaña de un prólogo esclarecedor de Arlt. Así que podemos ver esa arista arltiana de continuación en muchas obras posteriores.
Lo inquietante es lo poco que se conoce en México Los siete locos y Los lanzallamas, y cómo ha trascendido en obras que sí están muy presentes en nuestras referencias –la obra de Julio Cortázar sería un ejemplo evidente. Hemos leído a Cortázar sin que sintiésemos la necesidad de ver qué lo antecedía, qué había detrás.
Entre los aciertos de la literatura argenta está ese carácter de “oculto” que a veces nos resulta tan atractivo. Hay algo de oculto en Juan Carlos Onetti, algo de oculto en Arlt y algo de oculto en Juan Filloy. En este diálogo tan enriquecedor, del mismo modo, la obra de Juan Filloy (1894-2000) es uno de los eslabones más fuertes. Poeta, narrador, palindromista y abogado, el cordobés Filloy es uno de los autores más lúdicos de la literatura de su país. Influida por el Nouveau roman, su obra tiene un caudal de propuestas que autores como Alfonso Reyes ponderaron de inmediato. Particularmente, Caterva, su novela mayor, nos muestra la apuesta por lograr una pieza vasta, ambiciosa, donde los personajes hormiguean a lo largo de sus casi 400 páginas. Poblada por una serie de linyeras o vagabundos en apariencia, la historia muestra la peripecia de un grupo de tipos que buscan revindicar sus derechos laborales; aunque en el inicio no haya visos de esto. “Longines” (como la marca de relojes suizos), “Viejo amor”, “Katanga”: personaje gay, “Dijunto”, “Aparicio” et al., a veces juntos, a veces por separados, van recorriendo la ciudad simultáneamente. Esto permite constatar la manera en que, con situaciones absurdas o realmente hilarantes, se van enriqueciendo las anécdotas.
Debido al año de su publicación, Caterva se adelanta a la novela de estilo neo-barroco, ya que el narrador hace gala de una forma que trata de agotar el lenguaje y sus posibilidades gramaticales. Se puede percibir la manera en que los personajes rememoran a aquellos de Los siete locos o Los lanzallamas, sin embargo, en la cuestión del estilo, es bastante independiente. Hay una narrativa caudalosa, de frases que exhiben una seguridad narrativa equiparable a las mayores del siglo XX en Hispanoamérica. Desde luego, Caterva es el anuncio de las novelas llamadas “totales”, como Cien años de soledad, de García Márquez, Gran Sertón: Veredas, de João Guimarães Rosa, Conversación en la Catedral, de Vargas Llosa, o Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, de Daniel Sada, debido a esa ambición por verlo todo, abarcarlo todo, como si se hiciera por medio de un panóptico.
El monólogo interior también hace acto de presencia para mostrarnos algunos rasgos de los personajes, sus temores, sus recuerdos o algún indicio de que la historia está afectándolos íntimamente. No hay forma de que el personaje se quede impávido frente a lo que está sucediendo, al contrario, esto lo provoca, lo marca y, a veces, lo perturba. También están los diálogos, los cuales desempeñan un rol trascendente, la lucidez, la agudeza o la ocurrencia, van conformando una parte central de toda la historia. La voz que emiten los personajes, los caracteriza mejor que cualquier acotación. Sabemos de la disparidad de “Longines”, quien es de una personalidad puntual frente a “Katanga”, que considera la puntualidad simplemente una forma de asegurar la perpetuación de las convenciones sociales.
De la misma manera que Los siete locos, Caterva retrata al hombre angustiado en una Argentina que vive un fuerte desequilibrio político y social. Muestra la forma en que un policía puede arrestar, sin ningún prurito, a un grupo de desempleados teniendo como telón de fondo la situación que se padecía en aquella primera mitad del siglo XX. No obstante, ante el mayor control por parte del gobierno, los personajes de ambas novelas hacen gala de una imaginación exorbitante que los hace más libres ante esa creciente represión. En muchos sentidos anuncia al Club de la Serpiente que poblaba Rayuela o a los pichiciegos de la novela epónima de Fogwill. Tanto los conjurados de Arlt, que buscan establecer un gobierno militar con base en la administración de lenocinios, como el grupo de Filloy, que quería hacer triunfar su huelga, son grupos que anuncian la vocación gregaria que retrataron Cortázar, en París, y Fogwill, en las guerra de Malvinas. Es crucial leer Caterva para adentrarse en un autor que parece que publicó ayer mismo su obra maestra.
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