Por Patricia Palacios
La poesía, el periodismo y la tauromaquia integraron la fórmula que apasionó el espíritu del escritor mexicano Renato Leduc (1897-1986). Esta triada con connotación religiosa (padre, hijo y espíritu santo) fue la base de su vida. Según Leduc, “hablar de toros nunca fue algo fácil”, pues despertaba polémicas tan acaloradas como la política o la religión.
Para el niño de once años que por vez primera presenció un duelo entre hombre y toro, la esencia de este mundo se percibía en el “ambiente previo al festejo, los ternos y el desarrollo de la corrida”. Con dos asientos pagados en una construcción de madera, situada sobre la calzada de La Piedad, llamada premonitoriamente Plaza México, Leduc vio en 1908 la corrida que marcaría el inicio de su pasión. La llama del entusiasmo se prendió en el joven por el cartel compuesto por toreros españoles desde la temporada de 1912 en México, y la siguió en París, ciudad donde conoció a Joaquín Rodríguez Cagancho y los versos de Federico García Lorca y Rafael de León.
Renato decía que “domingo sin toros, no es domingo”. Siempre le gustó oír a los aficionados términos como jamar, gachí, gachó, camelar, ir por uvas, sartenazo, irse del mundo. La vehemencia taurina, igual que al poeta José Bergamín y a Pablo Picasso, llevó a Leduc a considerar que la fiesta brava tenía un dogma esencial: “¿Que viene el toro? Se quita usted. ¿Que no se quita usted? Lo quita el toro”.
Bajo ese dogma, disciplinas como la historia y la antropología se han preguntado, según Leduc, sobre el sentido que ocupa el toreo en la vida, concluyendo que la evidencia dada por numerosas pinturas rupestres, revela que “la mano de los primeros habitantes de las cavernas se unió a la imagen de fuerza y fertilidad animales, encarnada por el toro”. Sobre ello, Carlos Fuentes precisó que no era un toro, sino un bisonte, el representado en las cuevas de Altamira y Puente Nicaso en España.
Desde el Mediterráneo y a bordo “de los barcos de los descubridores y conquistadores de la Iberia”, complementa Fuentes, la tradición y cultura taurina hechas fiesta y liturgia, se fundieron “en un parto en el que algo –las antiguas culturas indígenas- hubo de morir para que naciese el Nuevo Mundo”. Así nació un concepto mixturado del universo del toro que conservó la determinación, el valor, el sacrificio, la amenaza y la sangre como elementos que con la tauromaquia pueden unirse con los de belleza, refinamiento, luz, color, erotismo. Al encontrarse frente a frente los protagonistas, se revivifica el duelo real, siempre trágico, simbólico, entre el hombre y la naturaleza, en el que la humanidad se encuentran a sí misma.
La poesía, el periodismo y la tauromaquia integraron la fórmula que apasionó el espíritu del escritor mexicano Renato Leduc (1897-1986). Esta triada con connotación religiosa (padre, hijo y espíritu santo) fue la base de su vida. Según Leduc, “hablar de toros nunca fue algo fácil”, pues despertaba polémicas tan acaloradas como la política o la religión.
Para el niño de once años que por vez primera presenció un duelo entre hombre y toro, la esencia de este mundo se percibía en el “ambiente previo al festejo, los ternos y el desarrollo de la corrida”. Con dos asientos pagados en una construcción de madera, situada sobre la calzada de La Piedad, llamada premonitoriamente Plaza México, Leduc vio en 1908 la corrida que marcaría el inicio de su pasión. La llama del entusiasmo se prendió en el joven por el cartel compuesto por toreros españoles desde la temporada de 1912 en México, y la siguió en París, ciudad donde conoció a Joaquín Rodríguez Cagancho y los versos de Federico García Lorca y Rafael de León.
Renato decía que “domingo sin toros, no es domingo”. Siempre le gustó oír a los aficionados términos como jamar, gachí, gachó, camelar, ir por uvas, sartenazo, irse del mundo. La vehemencia taurina, igual que al poeta José Bergamín y a Pablo Picasso, llevó a Leduc a considerar que la fiesta brava tenía un dogma esencial: “¿Que viene el toro? Se quita usted. ¿Que no se quita usted? Lo quita el toro”.
Bajo ese dogma, disciplinas como la historia y la antropología se han preguntado, según Leduc, sobre el sentido que ocupa el toreo en la vida, concluyendo que la evidencia dada por numerosas pinturas rupestres, revela que “la mano de los primeros habitantes de las cavernas se unió a la imagen de fuerza y fertilidad animales, encarnada por el toro”. Sobre ello, Carlos Fuentes precisó que no era un toro, sino un bisonte, el representado en las cuevas de Altamira y Puente Nicaso en España.
Desde el Mediterráneo y a bordo “de los barcos de los descubridores y conquistadores de la Iberia”, complementa Fuentes, la tradición y cultura taurina hechas fiesta y liturgia, se fundieron “en un parto en el que algo –las antiguas culturas indígenas- hubo de morir para que naciese el Nuevo Mundo”. Así nació un concepto mixturado del universo del toro que conservó la determinación, el valor, el sacrificio, la amenaza y la sangre como elementos que con la tauromaquia pueden unirse con los de belleza, refinamiento, luz, color, erotismo. Al encontrarse frente a frente los protagonistas, se revivifica el duelo real, siempre trágico, simbólico, entre el hombre y la naturaleza, en el que la humanidad se encuentran a sí misma.
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