Por Jorge F. Hernández
En la antigua estación de trenes Plaza de Armas de Sevilla hacía yo una larga e injustificada espera. Faltaban cuatro horas para que saliera el tren que habría de llevarme de vuelta a Madrid, y hasta la fecha desconozco por qué no aproveché mejor mis últimas horas en esa ciudad. Caminar por la Sierpes como si fuese una despedida o brindar una última copita de vino bien frío en Los Tres Reyes, frente al Hotel Bécquer, donde se visten los toreros modestos. Incluso, pude haber entrado a la Catedral para rezar de no se qué manera por la liberación de mi alma o dejar que una gitana me leyese la mano por comprarle un clavel carísimo.
Pensaba en esas cosas, sentado en la banca de esa ya olvidada estación de trenes cuando vi descender de un vagón recién anclado en el andén a un hombre insignificante, cuya gabardina recordaba el atuendo de los antiguos espías. Era de mediana estatura, bigote sin adjetivos y una visible resignación a sobrellevar su incipiente calvicie sin recurrir al amparo de una gorra. Se veía tranquilo, quizá por lo ligero de su equipaje, y parecía que volvía a Sevilla de un exitoso pero mediocre viaje de negocios.
Parecía que lo esperaban en casa una mujer abnegada, dos críos ya dormidos y un perrito deleznable, pero al pasar frente a mí -en el instante exacto en que ocupó el espacio más íntimo de mi mirada- lo maté. Saqué un cuchillo de la nada y le cercené el cuello. Si no fuera por los huesos de la tráquea, su cabeza habría rodado hasta los rieles. La sangre le brotó a borbotones; quizá se trataba de su yugular. Me le quedé mirando a los ojos… Mientras el hombre siguió su camino, sin alterar el paso, andando feliz por haber, de vuelta al tedio y la costumbre de sus quehaceres cotidianos. Lo vi alejarse, feliz con su vida.
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