martes, 15 de septiembre de 2015

Nueva ruralidad en la literatura mexicana

Por Omar Nieto

Guerra en el Paraíso de Carlos Montemayor (1991) tiende el puente entre la violencia rural mexicana de la segunda mitad del siglo xx –caracterizada por la guerra sucia del Ejército Mexicano en los años 70– y la que ha resultado de la irrupción del narcotráfico en regiones donde la tenencia de la tierra es mínima y los productos agrícolas en pequeña escala no pueden competir contra el embate del capitalismo global, escenarios muy alejados de la aridez bucólica de Juan Rulfo, para muchos única referencia del universo rural mexicano.

Los ejidos son la parte más olvidada del campo nacional. Hoy, pueblos, sierras y desiertos se han llenado de escenarios infernales más propios del monstruoso Dante que del fantasmal Rulfo. En Tamaulipas, Chihuahua, Coahuila, Veracruz, Michoacán y desde luego en Sinaloa –entidad donde nació el narcotráfico mexicano–, pueden verse a menudo cuerpos decapitados, colgados en puentes, personas destazadas o sin órganos en calidad de caparazones abandonados por quién sabe qué clase de terribles endriagos.

En Guerrero, por ejemplo, el narcotráfico ha continuado su monstruosa expansión después del predominio sinaloense. En regiones como Tierra Colorada, mujeres intentan resistir cosechando maracuyá, fruta endémica brasileña. Del lado de Chilapa, en La Montaña, algunos sobreviven a la producción de jitomate por goteo para contrarrestar las zonas de franca siembra de amapola. En la Costa Grande, en Tecpan, Atoyac, Coyuca, La Unión y San Luis La Loma, las campesinas sobreviven haciendo pan o bordando, y sus hombres bajando café de la sierra. En San Luis y en La Unión, la gente huye para evitar ser uno más de los muertos que abundan en carreteras llenas de militares que parecerían haber leído Guerra en el Paraíso, donde se advirtió: “Es necesario reforzar la zona de Petatlán, de Zacatula y de La Unión. En poco tiempo esa zona será más peligrosa por su fácil acceso a Michoacán y por el crecimiento del narcotráfico”.

Y en efecto, la guerrilla y el narco cambiaron para siempre el rostro de ese México rural posrevolucionario y bucólico que retrataron en la literatura mexicana autores como Rafael F. Muñoz, Ramón Rubín, Rosario Castellanos, Mariano Azuela, Juan Rulfo, B. Traven o Eraclio Zepeda.

Poco a poco los poderes del narco empiezan a borrar la memoria social de los años 70, justo como le pasó al propio Lucio Cabañas al ser abatido por el Ejército gracias a la delación de amapoleros de la Sierra de Tecpan. Lucio, egresado de la Normal Isidro Burgos de Ayotzinapa, fue secretario general de la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México. Luego fue expulsado de Guerrero a Durango y reasignado por otro de los grandes autores de la literatura rural mexicana, el secretario de Educación Pública, Agustín Yañez, autor de Al filo del agua.

Hoy poco se comprende que en el sector rural se vive una transformación radical, una adecuación amorfa hacia el proyecto neoliberal nacido del impulso privatizador que inició el ex presidente Carlos Salinas de Gortari para darle carpetazo al reparto agrario y a la regularización de la tierra que culminó en 2012 con el cierre de la Secretaría de la Reforma Agraria federal. La privatización pasa por la posibilidad de que, reuniendo las firmas necesarias, un ejido, un bosque, una zona pesquera puedan ser vendidos a particulares, si es que los comuneros o ejidatarios así lo deciden. Y cómo no lo van a decidir si no pueden competir sin apoyos ni programas ante el embate del mercado.

Aunque Carlos Fuentes rompió con la primacía del tema rural en la literatura mexicana impulsando una inercia que continúa en nuestros días, el horizonte agrario no se ha retratado nuevamente, a pesar de que en México ha mutado, no en un sentido de evolución, sino de cambio brutal, imposible, desordenado y caótico. La migración a Estados Unidos, la televisión por satélite en rancherías, el internet, la telefonía celular, el que ya nadie posea más de una hectárea de tierra fértil, el abandono del gobierno, los empresarios, las iglesias, las organizaciones civiles y la sociedad urbana, han transformado para siempre el campo nacional.

Ernesto, uno de los sobrevivientes de Ayotzinapa, quien pudo conservar su vida debajo del camión acribillado por narcopolicías, me lo dijo claro: ni el comunismo ni el socialismo animan ya los pasos del campo mexicano, los tiempos de Lucio Cabañas y Genaro Vázquez ya concluyeron. Toda la tensión capitalismo vs. socialismo, ya pasó. “Ésta es otra época”, me dijo, “mucho más compleja”. Y tiene razón.

La tragedia de Ayotzinapa develó la polarización cultural entre clases privilegiadas globalizadas y las gruesas capas de población rural que sufren los estragos del capitalismo tardío donde el narco ha desplazado incluso a la guerrilla ideológica.

Quizá sea éste el camino a la verdadera renovación de la literatura mexicana, un universo literario donde la pérdida del paraíso continúa siendo la mayor obstinación del milenio que ya comenzamos a vivir. Colombia lo experimentó y México está a punto de hacerlo también.


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