Por Omar Nieto
Guerra en el Paraíso de Carlos Montemayor
(1991) tiende el puente entre la violencia rural mexicana de la segunda mitad
del siglo xx –caracterizada por la
guerra sucia del Ejército Mexicano en los años 70– y la que ha resultado de la irrupción
del narcotráfico en regiones donde la tenencia de la tierra es mínima y los
productos agrícolas en pequeña escala no pueden competir contra el embate del
capitalismo global, escenarios muy alejados de la aridez bucólica de Juan
Rulfo, para muchos única referencia del universo rural mexicano.
Los ejidos
son la parte más olvidada del campo nacional. Hoy, pueblos, sierras y desiertos
se han llenado de escenarios infernales más propios del monstruoso Dante que del
fantasmal Rulfo. En Tamaulipas, Chihuahua, Coahuila, Veracruz, Michoacán y
desde luego en Sinaloa –entidad donde nació el narcotráfico mexicano–, pueden
verse a menudo cuerpos decapitados, colgados en puentes, personas destazadas o sin
órganos en calidad de caparazones abandonados por quién sabe qué clase de
terribles endriagos.
En Guerrero,
por ejemplo, el narcotráfico ha continuado su monstruosa expansión después del
predominio sinaloense. En regiones como Tierra Colorada, mujeres intentan resistir
cosechando maracuyá, fruta endémica brasileña. Del lado de Chilapa, en La
Montaña, algunos sobreviven a la producción de jitomate por goteo para
contrarrestar las zonas de franca siembra de amapola. En la Costa Grande, en Tecpan,
Atoyac, Coyuca, La Unión y San Luis La Loma, las campesinas sobreviven haciendo
pan o bordando, y sus hombres bajando café de la sierra. En San Luis y en La
Unión, la gente huye para evitar ser uno más de los muertos que abundan en
carreteras llenas de militares que parecerían haber leído Guerra en el Paraíso, donde se advirtió: “Es necesario
reforzar la zona de Petatlán, de Zacatula y de La Unión. En poco tiempo esa
zona será más peligrosa por su fácil acceso a Michoacán y por el crecimiento
del narcotráfico”.
Y en efecto,
la guerrilla y el narco cambiaron para siempre el rostro de ese México rural
posrevolucionario y bucólico que retrataron en la literatura mexicana autores
como Rafael F. Muñoz, Ramón Rubín, Rosario Castellanos, Mariano Azuela, Juan
Rulfo, B. Traven o Eraclio Zepeda.
Poco a poco los
poderes del narco empiezan a borrar la memoria social de los años 70, justo
como le pasó al propio Lucio Cabañas al ser abatido por el Ejército gracias a
la delación de amapoleros de la Sierra de Tecpan. Lucio, egresado de la Normal
Isidro Burgos de Ayotzinapa, fue secretario general de la Federación de
Estudiantes Campesinos Socialistas de México. Luego fue expulsado de Guerrero a
Durango y reasignado por otro de los grandes autores de la literatura rural
mexicana, el secretario de Educación Pública, Agustín Yañez, autor de Al filo del agua.
Hoy poco se
comprende que en el sector rural se vive una transformación radical, una
adecuación amorfa hacia el proyecto neoliberal nacido del impulso privatizador
que inició el ex presidente Carlos Salinas de Gortari para darle carpetazo al
reparto agrario y a la regularización de la tierra que culminó en 2012 con el cierre
de la Secretaría de la Reforma Agraria federal. La privatización pasa por la
posibilidad de que, reuniendo las firmas necesarias, un ejido, un bosque, una
zona pesquera puedan ser vendidos a particulares, si es que los comuneros o
ejidatarios así lo deciden. Y cómo no lo van a decidir si no pueden competir
sin apoyos ni programas ante el embate del mercado.
Aunque Carlos
Fuentes rompió con la primacía del tema rural en la literatura mexicana
impulsando una inercia que continúa en nuestros días, el horizonte agrario no
se ha retratado nuevamente, a pesar de que en México ha mutado, no en un
sentido de evolución, sino de cambio brutal, imposible, desordenado y caótico.
La migración a Estados Unidos, la televisión por satélite en rancherías, el internet,
la telefonía celular, el que ya nadie posea más de una hectárea de tierra
fértil, el abandono del gobierno, los empresarios, las iglesias, las organizaciones
civiles y la sociedad urbana, han transformado para siempre el campo nacional.
Ernesto, uno
de los sobrevivientes de Ayotzinapa, quien pudo conservar su vida debajo del
camión acribillado por narcopolicías, me lo dijo claro: ni el comunismo ni el
socialismo animan ya los pasos del campo mexicano, los tiempos de Lucio Cabañas
y Genaro Vázquez ya concluyeron. Toda la tensión capitalismo vs. socialismo, ya pasó. “Ésta es otra
época”, me dijo, “mucho más compleja”. Y tiene razón.
La tragedia de Ayotzinapa develó la polarización cultural entre clases
privilegiadas globalizadas y las gruesas capas de población rural que sufren
los estragos del capitalismo tardío donde el narco ha desplazado incluso a la
guerrilla ideológica.
Quizá sea éste el camino a la verdadera
renovación de la literatura mexicana, un universo literario donde la pérdida
del paraíso continúa siendo la mayor obstinación del milenio que ya comenzamos
a vivir. Colombia lo experimentó y México está a punto de hacerlo también.
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