Por Daniel Barrón
Je hais la passion et le esprit me
fait mal!
Como muy
pocos libros, La Folie Baudelaire de
Roberto Calasso me hace sentir el entusiasmo de mis primeras lecturas, ando
cargando mi libro como los niños cargan sus juguetes: de la sala a la cocina,
de la habitación al cuarto de baño. A veces ni puedo leerlo, el teléfono, el
perro, mi pareja y el Internet (esa nueva televisión siempre puesta en un
programa de concurso llamado Twitter o Facebook) me distraen. Pero al menos me
hizo recordar algo que ya tenía olvidado. Cuando era adolescente, me compré Las flores del mal en la librería El
Parnaso, y me entusiasmó desde el primer momento, aunque admito que debido a su
lado más efectista: la sangre, los vampiros, las putas… Y ahora me importa
sobre todo por una suerte de melancolía que desprende, donde los cuerpos, su
sangre y su carne, no son más que objetos perdidos y olvidados, y uno se
encuentra justo en ese mundo de sombras rodeado de ausencias y sintiéndose cada
vez más una de ellas, allí donde uno mismo se va… Un buen día mi libro
desapareció. Era una edición de bolsillo de Alianza. En aquél momento, aún
vivía en casa de mis padres, y supuse que lo había dejado en algún camión, en
el cine, en la cafetería. No suelo perder libros, pero bueno, me dije, es algo
que pasa. Varios años después, cuando ya no vivía con mis padres, volví su casa
una tarde para comer y se me ocurrió abrir los cajones de mi madre para robarle
(entonces era un adicto a cualquier cosa y encima un pobretón, incluso más que
ahora) alguna pastilla, un diazepam, incuso una espasmo-civalgina, cualquier
cosa que llevarme al estómago y sentir algo, lo que fuera, incluso náuseas. Y
de pronto, allí estaba mi Baudelaire, oculto entre las blusas y los sostenes de
mi madre, esas prendas que se desparraman entre mis dedos como si estuviera
intentando levantar una cascada. Pensé que a Baudelaire le habría gustado, él
que llamaba a su madre por su nombre de pila, “Caroline”, y la trataba como una
amiga con la que uno ya ha tenido sexo. Mi madre, una mujer de infinita
gazmoñería terminó acunando entre sus ropas Las
flores del mal, como se tratara de una vergüenza propia. Tomé el libro y un
diazepam que me tragué con la comida que me ofreció, y luego me fui.
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